La plaga de langosta entre 1756 y 1758

 Cuando la fe se imponía a la ciencia 

A la meteorología adversa y los problemas comerciales ocasionados por la guerra de los Siete Años se añadió una plaga de langosta que devastó los campos de buena parte de España.

En otras épocas, donde la economía agraria dependía tanto de los fenómenos meteorológicos y la superstición y el determinismo se imponían a la ciencia, las procesiones rogativas y las muestras de religiosidad popular eran numerosas para pedir el fin de la calamidad que azotaba sus cultivos: la sequía, el exceso de lluvia, pero, también, de aquellos males manifestados en plagas como la langosta.

Aunque existen noticias de ataques de langosta en algunos momentos de la historia, la ocurrida entre 1756 y 1758 se vio aumentada por la meteorología adversa y los problemas comerciales ocasionados por la guerra de los Siete Años.


En 1755 en Extremadura se inició una plaga a consecuencia de la gran cantidad de insectos nacidos el año anterior. Desde allí se desplazó rápidamente hacia Portugal, Andalucía, Murcia y Valencia, donde llegó en el verano de 1756. El desastre agrícola estaba servido, y no era la primera vez en aquel siglo: en 1708 y 1709 alcanzó Alzira y Elda, junto con las inclemencias del invierno y los efectos de la Guerra de Sucesión, además de la amenaza de 1725.

Así pues, en ese verano y desde Almansa, la plaga de langosta alcanzó Sax, Villena, Onil y Castalla, entre otros. Poco a poco llegó hasta Cocentaina, donde destrozó la cosecha de hortalizas, olivos y uvas. Xàtiva, Alzira, Algemesí y Oliva fueron otros de los lugares afectados. El insecto se movía gracias al viento de poniente, como así quedó registrado en la Relación de la epidemia de la langosta de Algemesí y gracias al ilustrado Gregori Mayans Ciscar, quien escribió sobre los sucesos en su Oliva natal. La plaga regresó los dos años siguientes con unas graves consecuencias sobre la economía: desabastecimiento de productos agrícolas, alza de precios y, en consecuencia, atraso en los pagos de impuestos.

A causa de la incapacidad de la ciencia para remediar y prevenir estas desgracias, la ignorancia científica se tenía que combatir con la ayuda de la superstición y de la misma Iglesia, quien relacionaba estos males con los comportamientos del ser humano y con la existencia de un dios que castigaba los pecados. La vía para acabar con las desgracias era, por tanto, acudir a Dios y a sus santos. De este modo la Iglesia conseguía, de algún modo, vigilar y controlar las conductas humanas y ofrecerse como el único medio por el que consolar a los afectados y darles cobijo.


Detalle, grabado de una procesión de flagelantes en España. Original, Londres, Hurd, 1780

Por tanto, la solución en este caso, y como sucedía desde mucho antes de esta plaga para otras desgracias, fueron las manifestaciones de religiosidad popular. Así, las procesiones rogativas dedicadas al santo protector del pueblo, la bendición de campos, los conjuros e incluso los exorcismos tuvieron cabida para conseguir la piedad divina. Alcoi contaba con la protección de San Gregorio Ostiense, proclamado protector contra la langosta por muchos pueblos por las predicaciones que la evitaron en el siglo XI. Cocentaina eligió por sorteo al Cristo de los labradores como patrón de las plagas, Castalla había proclamado al Cristo de la Sangre y a la Virgen de la Soledad, Alicante recurrió al lienzo de la Santa Faz, mientras que Orihuela había sacado en procesión al Nazareno. Alzira, por su parte, inició rogativas trasladando las imágenes de los hermanos mártires Bernardo, Gracia y María desde el convento de los trinitarios hasta la parroquia de Santa Catalina, mientras que en la cercana Algemesí las procesiones se dedicaron a Nuestra Señora de la Salud, patrona de la localidad y, así, cada pueblo con su protector. Como no podía ser de otra manera, los sermones, los rezos y las muestras de arrepentimiento, manifestadas en algunos casos con penitentes disciplinándose, acompañaban todas estas muestras de fervor y religiosidad.

Finalmente, la plaga despareció. Sin embargo, las creencias, la superstición, las procesiones rogativas y las manifestaciones de religiosidad popular continuaron hasta bien entrado el siglo XX, hasta que la ciencia fue capaz de explicar y poner remedio a aquellas cuestiones que antes eran inexplicables.

 

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